miércoles, 11 de abril de 2012

La Libertad ya no es monopolio de William Wallace

El final de la película Braveheart (1995) nos dejaba a un desgarrador William Wallace, un rebelde escocés encarnado por Mel Gibson, clamando por su derecho a ser un hombre libre ante los opresores al servicio de Eduardo I de Inglaterra. Sin embargo, con el último libro del escritor estadounidense Jonathan Franzen, que lleva por título "Libertad" (2001), ésta palabra parece verse despojada de todo ese romanticismo que había cosechado a lo largo de los siglos, cuando uno todavía podía poner rostro y nombre a sus enemigos; cuando el ser humano aspiraba a ser dueño de su propio destino. Para Franzen, la libertad es pragmatismo. La explicación última que se encuentra en la base de nuestras equivocaciones, la culpable de esa infelicidad generalizada que invade las sociedades actuales. Nadie puede escapar a ella, así que quizá sería mejor si aprendiésemos a hacer que juegue en nuestro bando y no en el del contrario.

Ese es precisamente el principal problema de Patty, la depresiva mujer de Walter Berglund, quien tras contraer matrimonio con éste y ser madre de dos niños, Jessica y Joey, a una temprana edad, pasa la mayor parte de su vida adulta sintiéndose cómoda entre notas de autocompasión y albergando profundos impulsos sexuales no resueltos hacia el mejor amigo de su marido, el músico independiente Richard Katz. La libertad nos defrauda, porque no consta de ningún mecanismo que nos frene cuando estamos a punto de traicionar a aquellos que más queremos. No hay píldoras para la sensatez, ni puertas que nos impidan el paso a lugares emocionalmente inseguros. Estamos solos, y tenemos que decidir. Y, lo que es peor en el caso de Patty, hay veces que nuestras elecciones se hacen en base a deseos tan penetrantes como transitorios, a delicadas mentiras imaginarias que han sido perfectamente delimitadas con el paso del tiempo, pero que no por ello acaban de convertirse en verdades. Por su parte, el personaje de Walter, quien presume de un carácter pasivo que llegará a exasperar al lector en más de una ocasión, se perfila como aquella figura cuya manifiesta falta de autoridad parece estar echándole un pulso infinito a sus arraigados principios éticos y a su vocación de ecologista sin fronteras. Su amor por Patty, aparentemente inquebrantable, será puesto a prueba en más de una ocasión para demostrar que cuando hablamos de sentimientos nadie está en disposición de hacer promesas eternas. Finalmente, el roquero Richard Katz encarna la ausencia de reglas. Cualquier comportamiento es justificable para él en los términos simplistas en los que entiende la vida, a pesar de que haya ciertas fronteras que, al ser cruzadas, nos releguen a la más desesperante soledad.

Sin lugar a dudas, la mayor fortaleza de Franzen es su capacidad para describir la complejidad de las relaciones humanas sin abusar de los tics grandilocuentes. Su gusto por buscar cobijo en esa desnudez tan característica que envuelve la rutina. Al lector de hoy en día parece no emocionarle tanto la integridad incorruptible de Jean Valjean como la necesidad constante de autoafirmación que presentan todos los personajes propuestos por el escritor estadounidense. Esa falta de identidad tan característica del mundo occidental, que nos obliga a reinventarnos una mañana tras otra y a pensar en las personas que nos rodean comos seres de ética flexible, capaces de sorprendernos tanto para bien como para mal en cualquier descuido que tengamos. Los héroes como William Wallace son un espejismo de aquello que quizá algún día podríamos llegar a ser si supiésemos como cultivar el valor inmanente a la naturaleza humana, sin embargo, los tipos como Walter Berglund son el reflejo de la imperfección de nuestras conciencias. El reflejo de lo que somos.

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